Castilla nos une

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Castilla, construcción europea y globalización -. Andrés Rodríguez Amayuelas. (27/01/2004)

Castilla, construcción europea y globalización –

La llegada del año 2002 ha estado marcada por dos acontecimientos que, a primera vista, pueden parecer inconexos, pero que sin embargo son las dos caras de la misma moneda. Estos dos acontecimientos son, por una parte, la adopción del Euro como moneda común de la Unión Europea y la trasferencia de las competencias en materia de sanidad a las comunidades autónomas castellanas.

La adopción del euro como moneda común supone la desaparición de monedas como la peseta, el marco o el franco y de los Bancos Centrales que las controlaban. Con el proceso de construcción europea la soberanía, uno de los paradigmas teóricos fundamentales del Estado moderno, que le convertía en el único interlocutor autorizado, ha ido vaciándose de contenido. El estado se ve cada día más condicionado a la hora de tomar decisiones y se muestra incapaz de controlar los flujos de dinero y de información, así como el crimen organizado, la seguridad mundial o los problemas relacionados con la ecología y el medio ambiente.

La transferencia de las competencias en materia de sanidad a las comunidades castellanas es un paso más, aunque con retraso, dentro del proceso de descentralización política del Estado español. Así, las comunidades autónomas se configuran como entes menores dotados de verdadera capacidad de autogobierno (capacidad de legislar y de gobernar) lo que conduce poco a poco y en la práctica hacia una soberanía compartida, aunque teóricamente la Constitución siga proclamando una soberanía única.

En la actualidad, nos encontramos con que el modelo tradicional de Estado-Nación sufre agotamiento, pues está cediendo competencias y protagonismo, es decir, poder. Esta perdida se produce tanto por arriba, a favor de instancias y estructuras supraestatales, como por abajo, autonomías, regiones, estados federados, factores estos que favorecen el desarrollo de movimientos de solidaridad en base a la identidad cultural, como es el caso del castellanismo.

Teniendo en cuenta que la era de la globalización es también la era de la localización y, en consecuencia, la era de la diversificación del poder en varias soberanías compartidas, flexibles e interconectadas entre sí, está claro que los estados no serán la estructura central o nuclear del nuevo orden mundial, amplio y complejo y que cederán este protagonismo a los entes transnacionales, convirtiéndose en integrantes de una red donde compartirán funciones, por un lado con las organizaciones transnacionales y por otra con las regiones, comunidades y entidades locales del ámbito subestatal.

Evidentemente, para que estas nuevas formas de organización política funcionen, es indispensable no sólo la división sino también la interconexión de poderes y de competencias a diversos niveles, tanto horizontales como verticales, así como una forma de actuar basada en el principio de subsidiariedad, dejando a las instancias o niveles inferiores aquellas materias o asuntos que permitan una implicación más directa de los ciudadanos.

Por otro lado, estamos en una etapa de transición hacia nuevas formas de organización a escala planetaria y tenemos que ser conscientes de que en la configuración del nuevo orden mundial, la democracia desempeña un papel más importante que el papel del propio estado. La globalización del mercado y de las tecnologías de la información deberá ir acompañada de una globalización política, ética y social, en la cual los valores democráticos tengan un protagonismo claro. Esta es la única vía si queremos que la globalización beneficie a todos y que no sea únicamente cuantitativa, sino básicamente cualitativa: una globalización que se asuma como una nueva manera de «estar» y que implique, por tanto, nuevos estilos de vida más solidarios.

Urge avanzar hacia un sistema que no signifique un estado internacional ni supranacional, sino un estado glocal, en el cual, lo global y lo local no resulten excluyentes sino representen las dos caras de una misma moneda, y en el que se pueda gobernar desde diversos centros de poder con responsabilidades compartidas, es decir, con corresponsabilidad. Ello permitiría reconstruir la democracia desde los niveles subestatales, lugares más idóneos para la reconstrucción del sujeto político y para profundizar en una democracia sustancial, vital.

Si no queremos quedarnos con una Europa de los mercaderes, con unos ciudadanos tratados como meros consumidores y unos órganos de dirección que no pasan de ser órganos de un orden burocrático, debemos avanzar en el proceso de construcción política europea. Y ello a pesar de las reticencias de los principales grupos de presión y del mundo de las finanzas, mucho más entusiasmados por la economía conjunta que por avanzar hacia una auténtica unión social y política.

Deberíamos avanzar hacia una democracia territorial a nivel europeo, en la que las decisiones políticas en cada ámbito fueran tomadas por las instituciones de gobierno correspondientes desde la independencia orgánica, legitimada directamente por la ciudadanía y la coordinación de funciones entre las diferentes instancias de poder. Pero, evidentemente, esto obligaría a una transformación profunda en los propios estados miembros, para que también éstos se constituyesen en verdaderas democracias territoriales. Y no debemos olvidar, al respecto, que al territorializar los poderes el estado se acerca a quien ostenta la fuente de legitimidad democrática y, en este sentido, las entidades subestatales resultan fundamentales para construir una Europa más cohesionada y equilibrada democrática y territorialmente.

Andrés Rodríguez Amayuelas

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