La estampa de Castilla desertizada, con sus aldeas en ruinas y los últimos habitantes como testigos de una cultura que irremisiblemente morirá con ellos, puesto que ya no quedan manos para tomar el relevo, es la que he intentado recoger en mi última novela, «El diputado voto del señor Cayo», como un lamento, consciente de que se trata de una situación difícilmente reversible.
Un suelo pobre, como el nuestro, dependiente de un cielo veleidoso y poco complaciente, unido a una política arbitraria que permite subir el precio de la azada pero no el de la patata, y al recelo proverbial del hacendado castellano, cicatero y corto de iniciativas, que prefiere por más seguro y rentable, invertir en la industria los menguados beneficios del campo, han dejado a Castilla sin hombres ni dinero, en tanto la energía que produce, sin aplicación posible en la región, alimenta a la industria ajena, para ya, metidos de lleno en un delirante círculo vicioso de contradicciones, y aprovechando la desertización de algunas de nuestras provincias y su nula capacidad de protesta, se ha dispuesto la instalación de centrales nucleares con objeto de continuar sosteniendo el desarrollo del vecino con el riesgo propio. Aquel viejo dicho de «Castilla hace sus hombres y los gasta», en el que se pretendió simbolizar la abnegación y el desinterés castellanos, apenas sí conserva hoy algún sentido, puesto que la Castilla desangrada de esta hora está resignada a hacer sus hombres para que los gasten los demás.
Miguel Delibes. 1979
La comarca