Las guerras civiles castellanas culminan a finales del siglo XV con la entronización de Isabel I, que establece un equilibrio inestable entre el poder de la alta nobleza, las aspiraciones de las grandes ciudades castellanas y los deseos de libertad del campesinado.
La Castilla de principios del siglo XVI es una nación próspera, económica, demográfica y militarmente; materializa la conquista del reino de Granada, la ocupación de Canarias y de Navarra y una activa política colonial en África y sobre todo en América. Se encuentra a la vanguardia europea en cultura y avances tecnológicos, pero sufre de una fuerte indefinición política, oscilando entre una nobleza deseosa de revitalizar el modelo feudal del siglo XIV, una monarquía tendente al absolutismo y unas ciudades envidiosas de sus homónimas italianas, verdaderas repúblicas independientes. Esta inestabilidad se agudizará con el vacío de poder creado a la muerte de la reina Isabel y las sucesivas regencias, hasta la llegada de su nieto Carlos, en 1519.
La Revolución comunera de 1520-22 es, en sus comienzos, un movimiento claramente nacionalista protagonizado por la mayor parte de los castellanos contra la pretensión imperial de Carlos V de modificar las formas de gobierno del Reino, entregar los puestos rectores de la administración a extranjeros, sacar los recursos financieros de la corona y cambiar la orientación internacional de Castilla. El movimiento comunero, inicialmente urbano, incluye entre sus reivindicaciones demandas claramente políticas y sociales, limitando el poder de la nobleza, introduciendo comportamientos protodemocráticos y promoviendo el desarrollo industrial del reino. Ello hará que la alta nobleza y la burguesía mercantilista (financiera, exportadora de lana y materias primas e importadora de manufacturas) abandone su posición nacionalista castellana y llegue a un acuerdo con el bando imperial, sacrificando la causa castellana con tal de mantener su situación de predominio social y económico, fenómeno catalizado por la extensión de la revolución comunera al medio rural, que generó numerosos levantamientos antiseñoriales.
El movimiento comunero va radicalizándose a medida que se desarrolla el conflicto armado, con lo cual la alianza enemiga logra establecer una correlación de fuerzas claramente favorable al bando imperial y que culminará con las derrotas militares de los comuneros en abril de 1521, en Villalar y en febrero de 1522, en Toledo. El fracaso de la Revolución comunera supondrá para Castilla la implantación de la monarquía absoluta, la decapitación de un desarrollo protoindustrial autocentrado, la cerrazón de fronteras a las nuevas corrientes de pensamiento humanista y reformista que pululaban por Europa, el fin de las aspiraciones democráticas de las ciudades y el dominio feudal y nobiliario sobre los campesinos.
Castilla deja de tener una política nacional autónoma, convirtiéndose en una pieza más (la más importante) de las pretensiones imperiales e imperialistas de Carlos V. La nación castellana comienza a sufrir dramáticas persecuciones interiores, extendiéndose la Inquisición y procediéndose a un sistemático saqueo de los recursos y hombres castellanos para satisfacer las megalomanías europeas del «emperador».
El movimiento comunero fue claramente una revolución social, en el sentido de que quería implantar estructuras más justas en la Castilla rural y urbana; una revolución liberal y democrática, pues pretendía instaurar hábitos humanistas, participativos y descentraliazadores tanto en las Cortes como en la gestión de los Concejos; y fue un movimiento claramente nacionalista castellano al defender de una manera radical la independencia política y económica de Castilla frente al Imperio.