Hoy quiero compartir con vosotros, las reflexiones que surgen en mi mente ante un hecho mediáticamente banal: la inauguración el próximo domingo 15 de Marzo de la Estatua de Juan de Padilla en la ciudad de Toledo, por parte de su alcalde.
En una entrada anterior de este Blog, “El otro Villalar de Castilla”, hice referencia a la capital importancia que la ciudad de Toledo tuvo en la Revolución de las Comunidades de Castilla. Y como, recogiendo una tradición secular “surgida a finales del siglo XVIII en la ciudad del Tajo- de veneración a los Comuneros toledanos, en febrero de 1989, los castellanistas recuperaron el Homenaje a los Comuneros de Toledo, en la Plaza de Padilla, el lugar donde se alzaba la casa de María de Pacheco y Juan de Padilla, y que Carlos V ordenó derribar, arar y sembrar de sal, para que ni las malas hierbas crecieran en el solar que albergó a sus más detestados enemigos: los Comuneros. Comentaba en el citado artículo que, desde entonces, y ya son veintisiete años consecutivos, el espíritu de los Comuneros congrega a varios cientos de castellanos el primer fin de semana de febrero en la Plaza de Padilla, donde junto a múltiples reivindicaciones, una se reiteraba año tras año: la ubicación en dicho lugar de un monumento de Homenaje a Juan de Padilla, a María de Pacheco y a todos los Comuneros Toledanos.
Ahora, ciertamente de forma tardía, el alcalde toledano, Emiliano García Page, coge el testigo, y el próximo domingo honrará a Juan de Padilla, con una estatua en el centro de la plaza que lleva su nombre.
Con ello, el primer edil de Toledo, no solo da parcial satisfacción a quienes hoy defendemos la vigencia política del mensaje de los Comuneros, sino que entronca con una subterránea corriente castellanista reivindicadora de las figuras de Padilla y Pacheco en su ciudad, que probablemente se remonta más de 300 años atrás. Los comuneros toledanos, ya a principios del siglo XIX, habían retirado de la Plaza de Padilla el “padrón de ignominia” con que Carlos V advertía a los vecinos de Toledo de la “maldad” de las Comunidades y de sus líderes principales. Con datos en la mano, ya Juan Martín Díaz, “El Empecinado”, en 1821 se dirigió por escrito al consistorio toledano reclamando un monumento digno para los insignes comuneros en la Plaza de Padilla, para el cual se llegaron a recaudar importantes cantidades por suscripción popular, en una operación que se truncó por la involución reaccionaria impulsada por Fernando VII.
En 1860, los toledanos pugnaron sin éxito para que su ciudad acogiera el cuadro “Los Comuneros” de Gisbert, que finalmente recaló en el edificio del hoy Congreso de los Diputados de Madrid. Nuevamente en 1926, en esta ocasión la Academia de Bellas Artes, inicia actuaciones para erigir un monumento a Juan de Padilla en Toledo, que también acabaron en fracaso. Ahora, en 2015, la “maldición del monumento a Juan de Padilla” parece haberse conjurado definitivamente, y Toledo honrará a uno de sus mejores: Juan de Padilla, como hace ya mucho que Segovia reconoció a Juan Bravo o Salamanca a Francisco Maldonado, los tres capitanes comuneros llevados al cadalso en la plaza de Villalar el 24 de Abril de 1521.
¿Tiene algún sentido este tardío reconocimiento? Es obvio que reconocer a nuestros mejores, y divulgar sus principios y sus cualidades morales, es un ejercicio didáctico básico para la cohesión de cualquier sociedad, para la educación de las nuevas generaciones, para la edificación de un imaginario laico de cómo han de guiarse los buenos ciudadanos. Honrar a quienes han demostrado ser un claro ejemplo de servicio a la Comunidad, es una exigencia colectiva, que fortalece los vínculos sociales y perpetúa las señas de identidad y del buen comportamiento social en su seno.
Pero cuando me refiero a los valores que transmite esta humilde estatua erigida en honor de Juan de Padilla, me refiero a algo más.
Una de las escenas más vibrantes de “Espartaco”, el film de Stanley Kubrick, (rodado por cierto en amplios espacios abiertos de Castilla), es aquella en que, tras la definitiva derrota del ejército de esclavos a manos de las tropas de Craso, el general romano, ante el reducido número de prisioneros supervivientes a la batalla, reclama identificar el cuerpo de su gran pesadilla: Espartaco; y como, antes de que el esclavo tracio se pueda manifestar, su compañero de fatigas, Antonino (Tony Curtis) se alza gritando orgulloso y desafiante “yo soy Espartaco”, siendo seguido por el resto de los vencidos, y resultando todos condenados a la muerte en la cruz, en lugar de volver a su previa condición de hombres sin libertad. Estas épicas imágenes, visualizan el texto escrito por el guionista Dalton Trumbo, un represaliado más en la Meca del Cine por el fanático “Comité de Actividades Anti-Americanas”, cuya memoria ha sido rescatada por un nonagenario Kirk Douglas en un delicioso texto, recientemente traducido al castellano, prologado por George Clooney, y titulado precisamente “Yo soy Espartaco”.
Cuando los esclavos gritan “Yo soy Espartaco”, le están transmitiendo un claro mensaje a Craso: que de nada le servirá capturar al líder de la rebelión de gladiadores de Capua, ya que todos y cada uno de los esclavos que luchan por su libertad, encarnan las mismas ideas, y son igualmente peligrosos. Al palidecer, el general romano entiende que, ni al frente de todas sus legiones, podrá nunca derrotar de forma definitiva el ansia de libertad de los esclavos; comprende que Espartaco ha vencido.
Cuando la estatua del capitán de los comuneros toledanos, ocupe el lugar central de la Plaza de Padilla, no estamos solo recordando un hito histórico o estableciendo un reclamo turístico; no pretendemos embellecer un olvidado espacio urbano, ni vibrar ante idealizadas gestas bélicas. No, la presencia de la efigie de Juan de Padilla, no solo pretende recordar a aquellos que “murieron por la Comunidad” como gritaban las mujeres segovianas en el traslado a la ciudad del Eresma cuando trasladaban sus restos.
La presencia de Juan de Padilla, nos traslada además otro tipo de valores más trascendentales. Nos recuerda que casi 500 años después de su muerte, los ideales de la Comunidad han animado todas las luchas que esta tierra ha visto por la libertad y por la democracia, por el federalismo, por la igualdad y por la justicia social. Nos cuenta que los principios que animaban al bando de Carlos V: la sumisión de los pueblos al Imperio, el absolutismo como forma de gobierno, el poder omnímodo de la nobleza, el expolio del pueblo y del común, el saqueo de los recursos para enriquecer a la oligarquía mercantilista, los privilegios y la impunidad de los poderosos, son reliquias arrasadas por el viento de la historia. La estatua de Padilla susurra, a todos aquellos con capacidad de oír, que los valores de la Comunidad han triunfado, que el pueblo se debe gobernar a sí mismo, que los bienes deben servir prioritariamente para satisfacer las necesidades de los más pequeños, que la gestión de lo público es un servicio al común. Nos reconoce, ese trozo de piedra con figura humana, dedicada a Juan de Padilla, que Castilla se pertenece.
Y nos trasmite además, una extraña sensación de ausencia, porque todos, después de mirar la efigie del capitán comunero, de echar un vistazo en rededor de la plaza, de imaginar cómo sería la casa familiar derruida por el Emperador, acaban preguntándose… “y, ¿Dónde está Doña María”.