LA REALIDAD DEL HECHO NACIONAL CASTELLANO, ENTRE LA ATONÍA Y LA ESPERANZA
Lucio Rivas Clemot. Julio 1998
1. INTRODUCCIÓN
La realidad del hecho nacional castellano precisa ser estudiado no bajo visiones que se ciñan a singularidades exclusivamente pretéritas, sino que, por el contrario, un estudio que pretenda analizar la realidad ontológica del hecho nacional castellano, no en aras de la justificación del mismo, sino para situar en sus justos términos la determinación actual de ese hecho, con la finalidad de su mejor y mayor conocimiento, exige necesariamente determinar por un lado el marco exacto en el que ese hecho nacional se inserta, y por otro cuales son las reglas de juego de ese marco concreto.
La Constitución española de 1.978 consagra, como ya es de sobra conocido, un nuevo marco territorial, que conlleva una novedosa división administrativa del Estado inexistente hasta entonces.
La singularidad de esa nueva concepción territorial radica en que la nueva administración que se acuña, es decir, las comunidades autónomas, conviven con la administración general del Estado en un mismo plano, esto es, en terreno de igualdad, sin que exista entre ambas administraciones una relación de jerarquía. La relación que se establece entre el Estado y las Comunidades Autónomas es una relación de competencia. Esto supone que cada una de estas administraciones desarrolla, ejercita y gestiona en exclusiva sus propias competencias, y lo hace sin que puedan existir actitudes de carácter tutelante entre ellas.
La consecuencia inmediata de esta concepción nueva del territorio es que ya no existe por parte del Estado un monopolio legislativo, toda vez que las Comunidades Autónomas pueden dictar normas con rango de ley, al igual que el Estado, sobre las materias que sean de su competencia.
2. MEDIOS PARA OBTENER LA AUTONOMÍA
Del planteamiento formulado se desprende el tremendo poder que albergan aquellos territorios que obtienen una autonomía política, por lo que en realidad lo verdaderamente importante resulta el determinar que territorios, y en base a que criterios, pueden llegar a obtener esa capacidad.
Inicialmente es el Estado el que transfiere una serie de competencias a las Comunidades Autónomas. Se produce de este modo una descentralización funcional, que como veremos más adelante se ha transformado en algo más. Esta descentralización se establece mediante un sistema de doble lista y doble cláusula residual de signo opuesto. Se denomina de doble lista porque la Constitución establece dos listas de competencias, una para las Comunidades Autónomas (artículo 148) y otra, de exclusiva titularidad estatal (artículo 149).
Doble cláusula residual de signo opuesto, porque de todas la materias que no se encuentran en ninguna de las dos listas, pueden ser asumidas por las Comunidades Autónomas a través de sus estatutos (primera cláusula residual); y, al mismo tiempo, todas las restantes competencias, que no se encuentren expresamente atribuidas a una de las dos administraciones, y que no incorporen los estatutos de autonomía, permanecen en la esfera competencial del Estado (segunda cláusula residual).
Junto al problema de las competencias que son atribuibles a las Comunidades Autónomas, surge otro más interesante: la diferenciación de hecho y de derecho de dos categorías de Comunidades Autónomas.
Nuestra Constitución establece territorios de estatuto general y territorios de estatuto especial. ¿Como distinguir unas de otras?. El criterio que ha guiado al legislador es el de consagrar un estatuto especial para aquellas regiones históricamente reconocidas como de mayor significación e inquietud en el problema de la identidad diferenciada. Yo en este asunto siempre me formulo la misma pregunta: ¿diferenciada de quien?. La respuesta es evidente, diferenciada de lo castellano, de Castilla, en suma. Esta vía de acceso a una categoría diferenciada de autonomía me ha parecido siempre un supuesto de difícil justificación, pero con el tiempo me parece cada vez más lógica, ya que lo que se persigue en definitiva, es que accedan a esta categoría cualificada, aquellos territorios que tienen conciencia cualificada de su identidad, frente a otros que, como Castilla, no la tienen, lo que ha posibilitado su fraccionamiento y división. Es decir, se sigue un criterio no objetivo-historicista, que parece que hubiera sido lo oportuno, obteniendo de esa manera un tratamiento equitativo, sino que, por el contrario, el criterio seguido ha sido el que podemos calificar como subjetivo-conciliar, primando de esta manera las pretensiones de aquellos territorios periféricos que han venido planteando unas reivindicaciones de las que se desprende una clara conciencia de autoafirmación frente al Estado. Solución que, desde un punto de vista pragmático, me viene pareciendo, siempre desde la óptica estatal, bastante coherente dado que de lo que se trata es de contentar aquellos territorios que a la administración del Estado le resultan conflictivos, por lo que parece improcedente que se actúe de igual manera con aquellos otros territorios que no demandan un nivel de autogobierno, y que probablemente, en caso de concedérselo, supondría el ejercicio de una potestad desaprovechada y gestionada sin interés alguno.
El resto de las regiones están condenadas a tener inicialmente un estatuto ordinario. Ahora bien, aquí no se termina la problemática ya que, aunque los legisladores dan por zanjado el conflicto con esta segunda afirmación, con la que se pretende contentar a todos los sectores intervinientes en la elaboración del marco constitucional, la determinación exacta de que es lo que debemos considerar región, para que pueda obtenerse un estatuto de autonomía, aunque sea el denominado ordinario, es algo que generalmente no se ha cuestionado y debe ser, ya que en su día no lo fue, objeto de profundo debate, que aunque no tenga ahora utilidad practica alguna, si que podría resultar interesante de cara a la visión global de la organización territorial del Estado. La Constitución consagra un estatuto especial para las denominadas «regiones históricas», concepto con el que en absoluto podemos estar de acuerdo, ya que si dentro del Estado Español algún territorio ha tenido verdaderamente la consideración de histórico, o si algún reino soberano es acreedor del término histórico ese no puede ser otro que la milenaria nación castellana. Ahora bien, la Constitución establece que para tener tal consideración es preciso «haber plebiscitado en el pasado proyectos de estatuto de autonomía y contar, al tiempo de promulgarse la Constitución, con regímenes provisionales de autonomía» (Disposición Transitoria Segunda). Este resulta ser un mero criterio marcado por la Constitución y que resulta tan legítimo como otro cualquiera por el que hubiera podido optar la Constitución, con lo que en definitiva lo que se consagra es un criterio legal pero no sabemos si es justo.
Hasta aquí el planteamiento resulta ser, como hemos visto, un planteamiento que responde a las exigencias legales, ya que se crea un marco adecuado para ello que ampara, si bien con matices, esa solución. El resultado, que en virtud de ese marco se obtiene, resulta ser como cualquier otra solución resultante, con criterios discutibles pero justificados legalmente.
Lo que en toda esta concepción que estamos analizando supone la existencia de un objeto de claro conflicto es el término «nacionalidad». Esta palabra apareció en el dictamen de la ponencia del Congreso, y suscitó una encendida polémica. Para algunos la palabra contenía unos problemas semánticos, gramaticales; para otros el problema era político. Algunos sectores de intelectuales iniciaron una campaña en contra del mantenimiento de esa palabra en el texto constitucional. Julián Marías, senador por designación real, mantenía que «nacionalidad no es el nombre de ninguna unidad social ni política, sino un nombre abstracto que significa una propiedad, afección o condición… Con esta palabra, se quiere designar algo así como una subnación; pero esto no lo ha significado nunca esta palabra en nuestra lengua…» Y el escritor Salvador de Madariaga afirmaba «nacionalidad es el vocablo abstracto que corresponde al género nación; y los separatistas que no se atreven a decir nación, dicen nacionalidad…» Para otros el problema no era gramatical sino político, aunque desde mi punto de vista, en todas las posturas que se mantienen late en el fondo este problema, es decir, el político, ya que resulta realmente molesto para los españolistas la acuñación de este término, encontrando diferencias únicamente entre los que esgrimen argumentos políticos y los que lo hacen en base a criterios gramaticales, pero el problema es idéntico: el miedo a la creación de una vía que sirva para encauzar las aspiraciones nacionalistas de determinados territorios y pueda desembocar en su independencia.
Al final de todo el proceso se logró transigir a las imposiciones de los nacionalistas vascos y catalanes y el artículo segundo de la Constitución Española quedó redactado de la siguiente manera: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
El análisis detenido de este precepto nos lleva a una interpretación exegética del mismo de la que derivan diversas reflexiones:
1º) La base de la Constitución es la indisoluble unidad de la nación española.
2º) La Constitución se convierte en el último valuarte de esa unidad.
3º) Esa denominada nación española se divide en dos tipos de territorios: nacionalidades y regiones.
Estas reflexiones nos obligan a señalar que si la verdadera protección, en última instancia, de la unidad de España resulta ser la propia Constitución, si desaparece esta puede desaparecer legalmente la unidad de España, y por ende el Estado. Por otro lado hemos de señalar que el fundamento de la existencia de la nacionalidades no es la Constitución española, concepto claramente erróneo, ya que lo que si que consagra la Constitución española son las Comunidades Autónomas y no las nacionalidades sobre las que se asientan las mismas. Es decir, para una mejor comprensión de todo lo que se está exponiendo es conveniente que quede suficientemente claro que no debe bajo ningún concepto confundirse la idea de región o nacionalidad, que consagra la Constitución española, con la idea de Comunidad Autónoma que son conceptos distintos, de igual modo que tampoco debe confundirse, trasladando este mismo esquema a nivel estatal, lo que es España, o lo que la Constitución denomina nación española, con el Estado español, que son conceptos claramente diferenciados, tal y como veremos en el punto siguiente
En resumen se nos habla a nivel constitucional de dos medios para acceder a la autonomía de un territorio, pero hemos de preguntarnos si es posible que todos lo territorios que acceden a la autonomía la necesitan o la quieren. En principio esta cuestión únicamente ha podido ser respondida por aquellos territorios que ha votado su autonomía y su estatuto, que no son otros que las nacionalidades, ya que en los demás casos la autonomía se ha impuesto directamente por parte del Estado. En la realidad existen, no dos tipos de autonomías, sino tantas como entidades administrativas creadas, algunas sin estatuto (tal es el caso de Navarra que se rige por la Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de 10 de agosto de 1.982), otras que aún siendo de segunda categoría han obtenido desde el primer momento el techo competencial de las de primera, (tal es el caso de Valencia que el Estado transfirió todas las competencias mediante el mecanismo previsto en el artículo 150.2 de la Constitución). Tampoco existen dos medios de acceder a la autonomía, sino que son tres los tipos de fórmulas de acceso:
1º) A través del artículo 151 de la Constitución, que dan lugar a las llamadas nacionalidades.(Ejemplo: Cataluña, País Vasco…)
2º) A través del artículo 143 de la Constitución que dan lugar a las llamadas regiones (Ejemplo: Valencia, Canarias, Extremadura…). Pero dentro de estas de segunda categoría, todas aquellas otras que, a diferencia de las referenciadas, tengan únicamente carácter uniprovincial, y deseen constituirse en Comunidades Autónomas, sólo podrán acceder a la autonomía en los siguientes supuestos:
2.1) Que hayan sido históricamente una región. (Ejemplo: Asturias)
2.2) Que sean un archipiélago. (Ejemplo: Baleares)
3º) Como vemos no tiene en ningún caso cabida, entre los supuestos señalados, la creación de entidades autonómicas que sean inventadas, como es el caso de Madrid. Pero el artículo 144 de la Constitución señala una tercera vía consistente que las Cortes podrán autorizar la creación de una comunidad autónoma cuando no se den los requisitos del artículo 143, es decir, cuando no sea una región, siendo Madrid el único caso que se ha constituido mediante este artículo. Resulta significativo que el artículo 144 haga referencia a motivos de «interés nacional», es decir, que la Comunidad Autónoma de Madrid se ha constituido por motivos de interés del Estado, no por el hecho de que los habitantes de la provincia de Madrid quisieran una autonomía o precisarán una entidad que tuviera las competencias que desarrolla la actual Comunidad de Madrid para tener más cerca unos servicios que antes no podían disfrutar.
Este planteamiento debe analizarse en conjunción con las significativas denominaciones que se formulan en las distintas administraciones autonómicas. Así Madrid es «Comunidad de Madrid», igual que una comunidad de propietarios, es decir, unas personas a las que las ha tocado en suerte o desgracia, vivir bajo la misma provincia. En ninguna parte del estatuto de autonomía se cita la palabra región. En el caso, por ejemplo, de Murcia se denomina Región de Murcia, ya que históricamente ha sido siempre una región y se ha constituido por vía del artículo 143.
3. TERRITORIO Y ADMINISTRACIÓN
Obsérvese que en toda la exposición hasta ahora planteada no he hablado de Comunidades Autónomas, sino de territorios, ya que no es lo mismo y comúnmente aparecen ambos términos confundidos. Que un territorio pueda erigirse en comunidad autónoma, como ya hemos visto, no le otorga por ese mero hecho un carácter regional. Las regiones existen o no existen, con independencia que sobre ellas se constituyan unas entidades administrativas, llamadas comunidades autónomas, o de cualquier otra denominación. Así por ejemplo Andalucía ha existido siempre antes de que se creara la organización administrativa con competencias propias denominada comunidad autónoma. El caso de Madrid, como en el Castilla- la mancha, por ejemplo, nunca han existido como regiones, pese a que sobre los límites de su territorio administrativo se haya constituido una entidad denominada comunidad autónoma, lo mismo sucede con las representaciones simbólicas de esos territorios, es decir, sus banderas o escudos, que no son las banderas o escudos de esas supuestas «regiones», sino que al contrario, son la imagen corporativa de esa administración pero nunca lo podrá ser de su territorio y menos de sus gentes. En definitiva será la imagen comercial como si de una entidad financiera se tratara o, de una empresa que busca abrirse nuevos campos el marketing mediante su identificación con un símbolo.
Esta situación que hemos descrito resulta ser la verdaderamente peligrosa, toda vez que de forma sistemática la administración general del Estado formula un tratamiento idéntico para todas las Comunidades Autónomas, cuando, como hemos tenido ocasión de comprobar, no es posible equiparar en peso específico unas con otras.
4. LOS CASOS DE DESCONCENTRACION ADMINISTRATIVA FRENTE A LA DESCENTRALIZACION.
Aunque jurídicamente no se produzca la labor de determinadas comunidades autónomas mediante el sistema de desconcentración administrativa, sino mediante una descentralización, al modo y manera previstos en el artículo 103 de la Constitución Española, en relación con el artículo 3 de la Ley 30/92 de 26 de noviembre sobre régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común, lo que si que resulta cierto es que la forma en que actúan muchas de ellas desde un punto de vista de mera gestión, se produce como consecuencia de la existencia de un sistema de ligera desconcentración administrativa. Esto es debido a diversas razones:
– tratamiento igualitario para las comunidades autónomas, cuando ni tienen las mismas inquietudes o anhelos, ni están interesadas en las mismas aspiraciones, que es la consecuencia directa de las diferentes vías de constitución de su autonomía.
– apatía de sus ciudadanos y falta de identificación con esa administración pública, lo que provoca que sean esas entidades quienes intenten generar artificialmente, por un lado, una historia, cuyos datos resultan conscientemente falseados, y por otro, crear una identidad que no existe, intentando por todos los medios equipararse con la autonomías de primer grado.
Por ello lo que hubiera sido más prudente es que accedieran a la autonomía únicamente aquellos territorios con una clara conciencia de su identidad y de sus aspiraciones, sin obligar a los demás territorios del estado a integrarse en un sistema que en muchos casos no necesitan y que son vistos por muchos de sus habitantes como innecesarios, generando una duplicidad de administraciones.
La inmediata consecuencia de esta situación es la gestión desconcentrada, y no descentralizada, de las competencias que han sido transferidas a las Comunidades Autónomas, ya que muchas de estas, precisamente las que no cuentan con un arraigo en sus identidades, bien porque son creaciones artificiales y carecen de esa identidad (Ejemplo: Madrid o Castilla-la mancha), o bien porque teniendo esa identidad específica, propia y singular no la anteponen a una idea estatal (Ejemplo: Galicia); son gobernadas por los mismos partidos políticos que lo hacen a nivel estatal, por lo que se convierten en meras delegaciones que hacen y dicen al dictado, lo que el aparato central de su partido quieren que hagan o digan, convirtiéndose en sumisos y serviles políticos que buscan hacer, en esas administraciones, una labor de mérito únicamente que les permita abrirse camino, en los comités de sus partidos, para de este modo poder optar a ser ministrables, que es lo que colmaría sus aspiraciones. Esto significa que al ciudadano de una provincia que se integre en una autonomía de segunda categoría, y por lo tanto carente de todo sentimiento particular y de autoafirmación, le resulta exactamente igual ser administrado por esa administración pública denominada comunidad autónoma, que por la administración general del estado, porque sus intereses van a ser defendidos de idéntica manera, ya que el partido que les gobierna será, en todo caso, el mismo.
5. EL CASO DE CASTILLA
La milenaria nación castellana aparece dividida, por diversas circunstancias, en varias comunidades autónomas, de difícil justificación y carentes de todo tipo de peso específico dentro del Estado. La culpa de esta situación no la tiene el Estado Español, sino los propios castellanos que son quienes toleran y han tolerado esa situación.
Los diversos colectivos que demuestran estar concienciados con la idea de Castilla, hacen verdaderamente un motivo beligerante de esta circunstancia, probablemente con toda razón, pero esto debería de haberse producido en otro tiempo. Ahora las circunstancias son ciertamente diferentes, ya que la situación administrativa del estado avanza en esa dirección, dado que incluso, al haber transcurrido los años previstos en la Constitución para transferir por parte del Estado el resto de competencias a las comunidades de segundo orden, éstas se encuentran con que han adquirido un alto nivel competencial y deben desarrollar esas competencias de forma irrenunciable, por lo que parece inoportuno e improcedente que se pueda venir a exigir por los castellanistas que se de marcha atrás, y que las administraciones públicas territoriales de carácter autónomo no gestionen las competencias transferidas, por la sencilla razón de que el territorio sobre el que deben desarrollarse y gestionarse esas competencias no coincide con el territorio nacional castellano.
La idea debe ser la contraria, potenciar esas competencias y exigir mayores transferencias, pero gestionadas por quienes son capaces de hacerlo y no mediante el dictado de los partidos estatales, y en coordinación con las demás comunidades autónomas castellanas. Esta coordinación deberá administrarse mediante convenios de colaboración, que son mecanismos perfectamente posibles y legales, ya que la legislación reguladora de la actividad de las administraciones públicas prevé expresamente esa fórmula. Lo que se encuentra expresamente prohibido por la Constitución es la federación de comunidades autónomas.
Es preciso observar como esta situación de división administrativa no resulta exclusiva de Castilla, sino que por el contrario, en otros territorios con una clara identidad nacional, subsiste este mismo problema, pero no les resulta ni mínimamente preocupante, ya que se encuentran perfectamente concienciados de sus identidades nacionales y territoriales, por lo que aunque se encuentren divididos en diversos territorios no dan a esa circunstancia la importancia que para Castilla parece tener. Tal es el, caso de Vasconia con Navarra, o Cataluña con Valencia o Baleares.
El hecho de que a Castilla le preocupe de manera claramente obsesiva la división de su territorio en diversas comunidades autónomas, no es más que otra evidente manifestación del profundo desarraigo e inexistente concienciación de este pueblo.
6. EL CONCEPTO DE ESTADO
Una de las cuestiones que con mayor frecuencia se suelen preguntar loa agentes intervinientes en cuestiones de índole político es determinar que debemos entender por estado, frente a conceptos como el de país o nación con los y comúnmente se suele confundir.
El Estado, como el conjunto de la administración pública gestora de los intereses de un reino, aparece en su concepción moderna por primera vez en el siglo XVI .
El Estado no es otra cosa que una entidad administrativa con personalidad jurídica propia, tal y como señalaba el artículo 1 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administración General del Estado. Esta idea es, más que una posible definición, una característica.
Han sido numerosos los intentos de lograr una definición del concepto de Estado, se ha intentado en alguna ocasión, pero siempre se han entremezclado conceptos más entroncados con la idea de países que con el de estado, como es la lengua, folklore, etc…
En un Congreso de Derecho Internacional celebrado en Sudamérica a mediados de este siglo se intentó dar una definición del concepto de Estado, pero ante la dificultad de poder consensuar una definición se optó por establecer cuales eran los requisitos precisos para entender que existe un Estado. Se determinó que es preciso la concurrencia de tres elementos simultáneamente:
– TERRITORIO. Este primer elemento hace referencia al espacio físico, es decir, que en cualquier caso lo que se precisa es la existencia de un suelo sobre el que se asiente ese Estado.
– POBLACIÓN. Este requisito hace referencia al elemento humano que se encuentre en el territorio.
– SOBERANÍA. La soberanía es el elemento que se refiere a la capacidad de autorregulación de esa organización política que se constituye sobre un territorio para gobernar a unos ciudadanos.
Según este planteamiento nos podemos cuestionar la posible existencia del Estado Español, ya que estos requisitos pueden existir en las comunidades autónomas, toda vez que cuentan con territorio, población y soberanía, teniendo como consecuencia de esta última la potestad de legislar sobre aquellas competencias que la Constitución las autoriza. El Tribunal Constitucional en la sentencia sobre la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas, estableció tajantemente que autonomía no significa soberanía. Sin duda en su planteamiento tenía toda la razón esta sentencia, pero hemos también de dar la vuelta a la idea, y pensar que si la soberanía reside en el pueblo este la puede otorgar, como legítimo detentador de la misma, a quien considere oportuno, bien al Estado o bien a la comunidad autónoma.
7. 20 DE MARZO DE 1997: FIN DEL ESTADO ESPAÑOL
El Tribunal Constitucional en la sentencia 61/97 de 20 de marzo, que para muchos juristas expertos en derecho público ha pasado desapercibida en cuestiones políticas, ha supuesto nada menos que declarar la extinción jurídica del Estado Español. Desde esa fecha el Estado ha dejado de existir al acabar con uno de los tres elementos que configuran el concepto de Estado moderno, conforme hemos visto en el punto anterior.
Esta sentencia es la que declara inconstitucional el R.D.L. 1/92 de 26 de junio por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Suelo y Ordenación Urbana. Esta declaración la formula sobre la base, no de que el contenido del mencionado Texto Refundido vulnere algún principio de la Constitución, sino sobre el fundamento de que el Estado no es competente para legislar sobre el suelo, ya que resulta ser competencia exclusiva de las comunidades autónomas. Es más, la sentencia va más lejos y señala que, aunque el artículo 149.3 in fine de la Constitución establezca que el derecho estatal será en todo caso supletorio del de las comunidades autónomas, el Estado no puede determinar que normas son las que tienen carácter básico o supletorio, ya que se trata de una competencia que le resulta ajena a la administración estatal.
En resumen, el Estado carece de competencias para legislar sobre el suelo y la ordenación del territorio, competencia que recae sobre las comunidades autónomas, las cuales pueden ejercitar dicha competencia en exclusiva, sin que el Estado pueda en ningún caso interferir ni siquiera supletoriamente sobre esa materia, con lo que se podrán dar situaciones evidentes de desequilibrio y nunca se podrá cumplir aquel mandato que establecía el R.D. 1346/76 por el que se aprobaba el Texto Refundido de la Ley del Suelo anterior que establecía en su artículo 3.1c) que la competencia urbanística concerniente al planeamiento comprenderá las siguientes facultades: «emplazar los centros de producción y de residencia del modo conveniente para la mejor distribución de la población española en el territorio nacional». Esta competencia ya nunca podrá ejercerla la administración del Estado. Esto significa que el Estado Español al carecer de competencia para regular, normar y gestionar el suelo de su territorio, le desaparece una de los pilares sobre los que se asienta la concepción del Estado moderno, por lo que esta sentencia ha supuesto el fin del mismo Estado Español.
8. COMUNIDADES EUROPEAS.
Comúnmente se piensa que la existencia de las comunidades europeas constituye un freno a las aspiraciones de los nacionalistas, de lo que resulta que los estatalistas (aquellos que persiguen la perpetuación del Estado Español y la integridad política de su territorio), ven con buenos ojos la cesión de competencias a las comunidades europeas, ya que según sus argumentos, si existe una entidad superior a los estados carecería de sentido la existencia de los nacionalismos, ya que si se avanza en un sentido integrador de todos los estados europeos en un fin común, resulta anacrónico plantear reacciones contrarias que pretendan afirmar realidades concretas de carácter localista. Estas posturas estatalistas no son en ningún caso ciertas por las siguientes cuestiones:
1º) lo que en realidad se transmite por los estados a las comunidades europeas no son competencias estatales, sino soberanía del propio Estado.
2º) quien cede parcelas de poder a las comunidades europeas no son las comunidades autónomas sino el Estado.
3º) el proceso integrador de las comunidades europeas no es incompatible con las exigencias de mayor autogobierno de las comunidades autónomas, ya que tienen competencias diferentes.
4º) la administración que aparece perjudicada por la plena integración del Estado Español en las comunidades europeas no son las comunidades autónomas, sino que es el propio estado, ya que se va a encontrar vacío de contenido, como consecuencia de que por arriba cede soberanía a una entidad supraestatal, mientras que por debajo se vacía de competencias con las reivindicaciones de las comunidades autónomas.
En resumen quien pierde con todo este planteamiento no son las comunidades autónomas, sino que es el Estado, que con este debilitamiento está condenado a su extinción, habiéndose dado ya el primer paso con la sentencia del tribunal Constitucional 61/97 de 20 de marzo.
9. EL FUTURO DE CASTILLA.
Más que hablar, como se establece en al título de la ponencia, de una Castilla como entidad nacional, cuya realidad se encuentra actualmente en una situación de atonía, pretendiendo, como contraste, ver una esperanza para su futuro, yo creo que debería hablarse de una Castilla que se encuentra entre la atonía y la desesperación, o entre la atonía y el olvido, o entre la atonía y la nada. Con ello pretendo reflejar la inexistencia de un futuro mínimamente esperanzador para la nación más peculiar, característica e importante de todas cuantas comparten y han compartido el territorio de la península ibérica.
La situación actual de Castilla es decepcionante, por la sencilla razón de que está olvidada, lo mismo que su realidad nacional, no por el Estado, si no por los propios castellanos, por lo que mientras su realidad nacional no se manifieste, evidencie y reivindique Castilla se encontrará irremisiblemente condenada a morir.
Lucio Rivas Clemot